Frente a las obras de Gabriel Baggio (Buenos Aires, 1974) es ineludible preguntarse si uno es lo que come. Ser lo que se come, no sólo impone pensarse como el resultado de la ingesta unívoca de uno u otro alimento, sino como producto del nutrirse en un sentido fisiológico e intelectual más amplio. Uno es lo que procesa y elabora tanto en el estómago como en la cabeza. Uno es lo que ve, mastica, lee, amasa, piensa, huele, recuerda.
En esta, su primera muestra en un espacio blanco, Baggio resiste la supuesta neutralidad de la galería. Domestica el lugar a partir de una rigurosa disposición de sus piezas. Corrompe la uniformidad empapelando un rincón como la casa de su abuela. Funcionaliza el sitio, lo describe como un hogar, territorializa una cocina, insinúa un living, delinea un dormitorio. Cree ciertamente que sus objetos demandan contexto y que, en consecuencia, cada puesta en escena necesariamente los resignifica.
El Mueble traído de Irlanda, introduce la exposición que tuvo origen durante su beca de residencia en Europa –continente desde donde inmigraron sus abuelos a la Argentina-. Su exterior queda cargado con la estratigrafía de las capas pictóricas que, como arrugas en un rostro, muestran la impronta del paso del tiempo. Al igual que en otras obras donde rescata objetos fabricados por su propia familia, interviene este mobiliario anónimo para indagar su historia y conservarla. En la utilización de los botones de su abuela en Sueño americano. El camino del abuelo y el mueble de cocina hecho por su ancestro, Baggio toma lo dado para construir lo elegido. Estas obras comparten la idea de la inmigración como origen complejo de la identidad en constante configuración del artista. Puebla el mueble de su abuelo con formas ovoides, no sin llenar los cajones con los condimentos que moldearán su gusto. Es que precisamente a Gabriel le interesa degustar la historia para comprenderla.
Lo dado exalta tres platos de alimentos. Calcadas en bronce, las comidas servidas por sus abuelas y su madre se exponen como nutrientes inmortalizados que paradójicamente no se podrán comer. Provisiones de las madres sólidamente sacralizadas que, no obstante, perduran porque fluyen en la sangre del artista, son su memoria constitutiva. Sin embargo, en los tiempos que corren, convertir al alimento en una especie de pieza de museo carga con la contundencia de evidenciar la era del hambre. La canonización de los alimentos, la detención en el tiempo de su proceso nutritivo –que fue resistida por la propia putrefacción de los ingredientes al momento de su realización– contrasta con la eterna cocción de la sopa familiar que aromatiza el ambiente. Con Agar-agar. Caldo de cultivo instala la dimensión procesual que se relaciona con su eterna bufanda. Baggio declama la construcción en permanencia, repele por falso lo que pretende establecerse de una vez y para siempre. Sobre un soporte de adobe hierve sus ideas. Los vapores contaminan la obra próxima que da nombre a la muestra, cuyo pedestal hibridizado con guarda neoclásica es contrapunto del de adobe, a la vez que se vincula con el que sostiene la bufanda. Este complejo proceso de apropiaciones y selección de tradiciones se materializa en la intervención sobre el librito de Emma Kay. Frente a la catalogación parcial de la artista inglesa, Baggio elige repararla entrelazando otros mil nombres a mano. No esconde su propia parcialidad, en tanto sabe de los propios riesgos del relato sobre ‘lo latinoamericano’. Su gesto subraya omisiones y despliega otras, juega con los límites de las memorias construidas en diferentes latitudes. En el mismo sentido, quedan en claro las contradicciones entre el incomparable acceso a la información que tienen los artistas de uno y otro mundo que es, por cierto, indirectamente proporcional a su uso.
La toma de posición (oposición) artesanal, que asume el artista se manifiesta en su obra fetiche Conversación que parece burlarse de las pretensiones de completitud. Como una Penélope diurna, huidiza de las noches, Gabriel teje y teje mientras interactúa con quien se siente a su lado. Elige ubicarse bajo el Ojo antropofágico. Una mirada de párpados dentados que da una vuelta de tuerca más y devora hasta el propio manifiesto de Oswald de Andrade. Su bella presencia hostiga a la obra de Kay. Como una planta carnívora acecha. Los tenedores calcados de uno traído desde Italia por su abuela, se vuelven frágiles en su materialidad pero amenazantes en su presencia. Vacíos, sin la carga de alimento, (símbolos del hambre) esperan poder deglutir imágenes, al tiempo que indagan sobre la (in)capacidad de nutrición del arte.
La síntesis de su Autorretrato homologa su fisonomía a otras tantas siluetas carentes de identificación. Sin embargo, sus rasgos se definen carnalmente a partir de una matriz familiar. El palo de amasar ravioles de su abuelo, como un particular código genético moldea una fisonomía geométrica que opone a la estandarización de la retícula de colores, la individualización de una memoria filial. No son las genealogías estrictas, ni los blasones familiares, sino que son los sabores evocados los que imprimen identidad.
Baggio cocina sus obras a fuego lento. Hace uso de todos los ingredientes a su alcance. Se apropia de los oficios y recetas familiares, de los saberes domésticos que le permiten autoabastecerse. Así como muchos rastrean su origen inmigrante para poder a su vez emigrar, Baggio realiza sus búsquedas para comprender el por qué de quedarse. Entendiendo a la identidad como mediación entre lo heredado y lo elegido, su arte casero busca nutrir una memoria colectiva conciente de su digestión.
Viviana Usubiaga
Octubre 2004